El Barcelona se derrumba en el clásico de la decrepitud

La vida pudo resumirse en una única escena. Es decir, como pasa habitualmente en nuestra existencia. Mejor olvidar y ponerse a otra cosa antes que preguntarse por el motivo del despropósito. Vinicius, siempre atormentado, siempre deambulando entre esa indivisible frontera entre la genialidad y el ridículo, agarró la pelota otra vez en la orilla. Vive el chico con una curiosa condena. Es un extremo incapaz de acompasar el traqueteo de sus piernas con la orientación de sus pies. Pero nunca se rinde, de ahí su gran valor. Semedo, a saber por qué, se fue a por Benzema. Y Martin Braithwaite, que nunca hubiera imaginado encontrarse en ésas, optó por atender a los acontecimientos a distancia. Vinicius remató quién sabe adónde, y Piqué, quizá harto de achicar agua en su área, acabó por batir a Ter Stegen, dado que al alemán no le habían derrocado los rivales. Por si fuera poco, Mariano escribió el epitafio.

Lo ocurrido en el Santiago Bernabéu no fue más que el clásico de la decrepitud. Porque no hubo ni rigor ni orden. Ni serenidad ni locura. Simplemente, un puñado de hombres en busca de un tablón en la inmensidad del océano que les permitiera sobrevivir un rato más. De ahí que el Barcelona, en una noche en la que Messi nunca se reconoció –Marcelo celebró que Foreman pudiera tumbar a Muhammad Ali– y en la que Griezmann volvió a su estado catatónico, no supiera aprovechar ese puñado de minutos del primer acto en el que Quique Setién intuyó alguno de sus sueños estéticos. O que el Real Madrid, pese a su juego desestructurado, pese a sus limitaciones en la ejecución, encontrara su vía de escape en el porte atribulado de Vinicius.

El Real Madrid, que había iniciado la noche con el gesto de quien pretende emular una fortaleza que no es tal -cabeza erguida, corazón entumecido-, se encontró de repente persiguiendo el balón. El reloj acababa de marcar el minuto 20, y los futbolistas del Barcelona iniciaron un ritual de pases ante los que la hinchada del Bernabéu opuso el silbido. Quizá advirtiendo que aquel progresivo dominio azulgrana en campo rival podía perpetuar la desesperanza blanca. Porque Sergio Busquets dirigía y abría en canal como en los viejos tiempos. Porque Arthur se atrevía a desafiar a su pubis ganándole una carrera a campo abierto a Kroos. Y porque, al menos durante un rato, los ataques finalizaban donde debían, frente a Courtois. El meta, antes de que se alcanzara el descanso, salvó hasta tres duelos al sol.

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